En el paradigma terapéutico integrativo, el cuerpo del paciente no es un espectador pasivo del tratamiento, sino un protagonista activo del proceso de recuperación. Esta perspectiva tiene implicancias concretas: todo lo que contribuya a restaurar las funciones fisiológicas, modular el metabolismo y reforzar la autonomía del organismo, es considerado parte del abordaje clínico.
En este marco, el ejercicio físico no se prescribe como complemento ni como medida de higiene general, sino como una herramienta terapéutica con efectos directos sobre la biología tumoral y el entorno metabólico del paciente. Correctamente ejecutado, el ejercicio es constructivo para el organismo del hospedero, pero catabólico para el tumor.
La relevancia del movimiento como factor determinante en la regulación de múltiples funciones fisiológicas ha sido respaldada por décadas de investigación. En el contexto del tratamiento oncológico, el ejercicio físico terapéutico aporta beneficios metabólicos, inmunológicos y neuroendocrinos que lo convierten en una herramienta clínica de gran valor.
La práctica de una disciplina fisio-respiratoria en el entorno clínico ha sido parte integral del programa de Terapia Metabólica del Cáncer desde sus inicios.
La lógica detrás de esta decisión se funda –con extensa documentación científica- en lo siguiente:
a) El positivo impacto del ejercicio tiene en el metabolismo.
b) El incremento del caudal circulatorio y decremento de la hipoxia.
c) La disminución de la resistencia vascular periférica.
d) La disminución del estatus inflamatorio (importante impulsor de la tumorogénesis).
e) La mejoría del apetito y la digestión, notoriamente afectados en el cáncer.
Es por esto que en Regemet, lo consideramos parte esencial del abordaje terapéutico.
Diversos estudios clínicos y experimentales han demostrado que la actividad física tiene efectos directos sobre la progresión tumoral y la sobrevida de los pacientes oncológicos. La evidencia indica que el sedentarismo no sólo incrementa el riesgo de desarrollar cáncer, sino que también se asocia con una mayor mortalidad específica por la enfermedad.
Un estudio realizado por Kenfield et al. mostró que varones con cáncer de próstata que practicaban más de tres horas semanales de ejercicio vigoroso reducían su mortalidad específica por esta causa en un 61%. De manera similar, en pacientes con cáncer colorrectal, Meyerhardt y colaboradores observaron una disminución de hasta un 60% en el riesgo de muerte por tumor en aquellos que realizaban al menos 18 METs semanales de actividad física.
Los beneficios no se limitan a la sobrevida. El ejercicio reduce la inflamación sistémica (como lo indican niveles más bajos de proteína C-reactiva), mejora el apetito, la digestión, la circulación sanguínea, y favorece la distribución y eficacia de los tratamientos farmacológicos. También se ha demostrado que la práctica física estimula la motilidad intestinal, regula los niveles de insulina e IGF-1, y modula el entorno oxidativo del organismo, todo lo cual crea un medio menos propicio para el desarrollo tumoral.
En modelos animales, estudios como los de Leung et al. han confirmado que el ejercicio protege frente a carcinógenos incluso en condiciones de exposición prolongada. En términos fisiológicos, se ha observado que el entrenamiento regular mejora la vascularización tumoral, reduciendo la hipoxia intratumoral y favoreciendo la eficacia de las terapias locales y sistémicas.
El conjunto de esta evidencia —que incluye más de 28.000 publicaciones indexadas bajo los términos "physical exercise cancer" en PubMed— confirma que el movimiento no sólo es seguro para la mayoría de los pacientes, sino que puede ser una intervención clave, tanto preventiva como terapéutica, frente al cáncer. Investigaciones publicadas en revistas como Journal of Clinical Oncology, Cancer Epidemiology y Nature Reviews Cancer han demostrado que la actividad física:
Desde la biología celular, sabemos que las células tumorales presentan una dependencia desproporcionada de ciertos combustibles: glucosa, glutamina y otros aminoácidos. Esta característica convierte al metabolismo del tumor en su talón de Aquiles. Al intervenir sobre el metabolismo sistémico, podemos afectar directamente la viabilidad de las células neoplásicas. El ejercicio físico bien prescripto puede convertirse entonces en una herramienta concreta para alterar ese entorno.
Cuando un paciente entrena, sus músculos comienzan a absorber glucosa y glutamina de manera acelerada. Esto disminuye la disponibilidad de estos sustratos en el plasma, pudiendo privar al tumor de su fuente de energía primaria. Al mismo tiempo, el ejercicio mejora la sensibilidad insulínica y promueve una redistribución más eficiente de los nutrientes. Desde esta perspectiva, entrenar no es simplemente "estar activo": es interferir activamente con la fisiología del tumor.
A su vez, el ejercicio incrementa la perfusión sanguínea, mejora la oxigenación de tejidos (incluyendo aquellos afectados por hipoxia tumoral), reduce la inflamación sistémica y estimula la circulación linfática. Todos estos efectos son deseables en el contexto del tratamiento oncológico, y contribuyen a mejorar la eficacia de otras intervenciones terapéuticas.
En Regemet, priorizamos ejercicios funcionales con movimientos naturales que pueden realizarse con equipamiento mínimo en casa. Todas las rutinas, adaptaciones e intensidades deben realizarse únicamente según la indicación y supervisión de su profesional tratante, para garantizar seguridad y efectividad.
Utilizamos ejercicios que mejoran la flexibilidad y movilidad articular de nuestro cuerpo evitando la rigidez de los mismos como rotaciones articulares controladas de: hombro, de cadera, de tobillo y de cuello, así como también, estiramientos de cuádriceps, de isquiotibiales y de pectorales.
A su vez, utilizamos ejercicios básicos con peso corporal o agregando una pequeña carga con la intención de ir gradualmente aumentando su intensidad. Se practican sin equipamiento complejo, en casa o en la clínica, con la intención de fortalecer y ganar: masa muscular, masa ósea, libertad de movimiento y fuerza general.
Algunos ejemplos de éstos son:
Para el tren inferior: Sentadillas en el aire o apoyando la espalda en una pared, estocadas, elevaciones de cadera, elevaciones de gemelos.
Para el tren superior: Flexiones de brazos, empujes/presses verticales, remos verticales y horizontales.
Para la zona media: Crunch abdominal, planchas frontales y laterales.
Entendemos también que el trabajo cardiovascular, en primera instancia suave de baja intensidad, que no eleve el ritmo cardíaco, como caminar o andar en bicicleta, es fundamental también para la supervivencia y para vencer a la enfermedad.
En todos los casos, el énfasis está puesto en la respiración diafragmática, que acompaña al esfuerzo, regula el tono vagal y favorece un entorno metabólicamente equilibrado. Esta respiración no es sólo técnica: forma parte del estímulo neurovegetativo que buscamos alcanzar con el entrenamiento.
Otros de los abordajes de este entrenamiento es el concepto de ejercicio mínimo efectivo que es la dosis justa de estímulo para obtener beneficios sin provocar sobrecarga. Es importante destacar que el objetivo no es generar fatiga, sino promover adaptaciones que contribuyan a mejorar el estado funcional, emocional y metabólico del paciente.
El plan de entrenamiento está especialmente diseñado para realizarse incluso durante el tratamiento activo (quimioterapia, radioterapia) o en etapas de recuperación posquirúrgica. Las rutinas se inician con baja intensidad, utilizando el propio peso corporal o cargas suaves, y ajustándose de forma progresiva.
Cada plan de ejercicio terapéutico debe ser evaluado y diseñado por un profesional capacitado, considerando el estado clínico, la historia médica y las necesidades particulares de cada paciente. El abordaje individualizado es indispensable para garantizar la seguridad y la eficacia del entrenamiento en el contexto del tratamiento oncológico.
Si bien el ejercicio físico terapéutico ofrece beneficios bien documentados, su implementación requiere de ciertos cuidados específicos, especialmente en el contexto oncológico. En Regemet brindamos recomendaciones concretas para evitar sobrecargas o riesgos innecesarios:
Además de estas consideraciones clínicas, resulta fundamental comprender la relación entre la intensidad del ejercicio y la respuesta metabólica. Cuando se supera el umbral aeróbico individual —es decir, la capacidad del cuerpo para sostener la actividad con oxígeno suficiente— se activa una vía energética fermentativa que puede elevar los niveles de lactato. Este lactato, lejos de ser desechado, es reciclado por el organismo y puede transformarse en glucosa a través del Ciclo de Cori, contribuyendo indirectamente a aumentar su disponibilidad en sangre.
Por esta razón, un entrenamiento de alta intensidad, excesivo y que trabaje en una zona glucolítica (de fermentación) no suele ser recomendable en el contexto de la Terapia Metabólica del Cáncer. Nuestro objetivo es activar mecanismos fisiológicos que favorezcan la adaptación, la captación de glucosa por el músculo y la modulación del sistema inmunológico.
El entrenamiento debe mantenerse dentro de parámetros seguros y controlados. La respiración abdominal baja, practicada en sincronía con los ejercicios, no sólo estabiliza el sistema nervioso autónomo sino que contribuye a un masaje interno que estimula las funciones digestivas y circulatorias.
Por último, el efecto emocional y subjetivo del entrenamiento también debe ser reconocido. Pacientes que se entrenan con regularidad reportan mejoras en la motivación, el ánimo, el sueño y la percepción de agencia personal. Esta vivencia se traduce, en muchos casos, en una mejor adherencia al tratamiento integral.
Así, el ejercicio físico terapéutico no sólo actúa a nivel bioquímico, sino también como herramienta concreta para el bienestar general del paciente en tratamiento oncológico.