
Solemos pensar que las palabras solo describen lo que nos pasa. Sin embargo, el lenguaje no es inocente: condiciona la forma en que pensamos y, en consecuencia, las acciones que consideramos posibles. Las palabras que usamos no solo nos sirven para describir lo que percibimos como realidad, también operan como herramientas para generar realidades distintas.
Este aspecto sutil pero poderoso del lenguaje suele pasar desapercibido. Una conversación en la que acordamos un encuentro para un día y horario concreto, o un pensamiento en el que nos decimos “puedo hacer esto” o “no voy a poder con esto”, no son meros relatos: orientan de manera directa cómo nos comportamos. Desde esta mirada, el lenguaje no es neutro; tiene efectos observables sobre nuestras decisiones y sobre el lugar que ocupamos en cada proceso.
En el ámbito de la salud, esto se vuelve especialmente evidente. El término paciente nombra, históricamente, a quien “padece” o “recibe” una intervención. En esa definición se inscribe una lógica de pasividad: alguien actúa (el equipo de salud) y alguien espera o recibe (el paciente).
Cuando esta forma de nombrar se sostiene en el tiempo, tiende a reforzar un modo de estar en el proceso: más receptivo que participativo.
Este modelo fue funcional durante siglos, especialmente cuando la medicina se centraba en defender al organismo de agresores externos como infecciones agudas o traumatismos. En ese contexto, la persona enferma tenía poco margen de acción más allá de tolerar el procedimiento y seguir indicaciones básicas. El resultado dependía, efectivamente, de lo que el equipo de salud hiciera “sobre” el cuerpo.
El escenario actual nos presenta nuevos desafíos: enfermedades crónicas y metabólicas, en parte relacionadas con el estilo de vida, que requieren algo más que intervenciones puntuales. Gran parte del curso clínico depende de procesos sostenidos en el tiempo: alimentación, movimiento, sueño, manejo del estrés, vínculos con seres queridos, adherencia a los esquemas terapéuticos y calidad del vínculo con el equipo tratante.
En este contexto, un lenguaje que ubica a la persona solo como “paciente pasivo” puede cerrar posibilidades: limita, desde el discurso, la participación en variables que hoy son determinantes para el tratamiento.
Proponer un rol más activo no implica negar ni reemplazar el modelo médico convencional, sino ampliarlo. No se trata de dejar de hablar de pacientes, sino de avanzar hacia un modelo de paciente protagonista: alguien que, además de recibir un tratamiento, participa de manera explícita en su proceso, observa, pregunta, toma decisiones informadas y se organiza junto con el equipo de salud.
En las próximas secciones vamos a describir qué características favorecen asumir ese rol y por qué este tipo de participación puede tener efectos terapéuticos concretos.
Cuando aparece un diagnóstico relevante, es habitual que la persona sienta que pierde el control de lo que le pasa. La combinación de incertidumbre, síntomas, estudios e información compleja activa respuestas de estrés que no son solo emocionales, sino también biológicas.
Desde la fisiología del sistema nervioso autónomo, esta reacción es esperable:
En estos estados se vuelve más difícil concentrarse, organizar la conducta y sostener hábitos, y la persona queda muy cerca del modelo pasivo que el propio lenguaje sugiere: alguien a quien “le suceden cosas” más que alguien que interviene en su proceso.
El objetivo no es exigir iniciativa en medio de esa fragilidad, sino crear condiciones que le permitan recuperar, paso a paso, cierto margen de decisión y participación sobre lo que hace en relación con su tratamiento. A partir de ahí tiene sentido hablar de un paciente protagonista de su proceso.
La manera en que una persona observa su experiencia condiciona las acciones que puede desplegar. Darse cuenta y hacerse cargo son dos competencias centrales para pasar de un rol pasivo a uno protagonista.
1. Darse cuenta: el paciente como observador de su propio proceso
Trasladado al contexto clínico, “darse cuenta” es una capacidad muy concreta. Implica que la persona pueda:
Este “darse cuenta” genera información más precisa para el equipo médico y permite ajustes clave en el abordaje. A su vez, reduce la sensación de caos y ambigüedad, factores que suelen amplificar la activación del sistema de estrés. El paciente pasa a ser fuente activa de información relevante para el proceso.
2. Hacerse cargo: intervenir sobre lo que sí está bajo influencia
El segundo eje es hacerse cargo. No se trata de atribuir responsabilidad moral sobre la aparición de una enfermedad, sino de identificar qué variables del proceso terapéutico están bajo cierta influencia de la persona y asumir un rol activo en ellas. Entre esas variables se incluyen, por ejemplo:
“Hacerse cargo” en este sentido es organizar conducta en torno a un objetivo terapéutico compartido. Este tipo de participación tiende a reducir la percepción de indefensión, aumentar la previsibilidad interna del proceso, favorecer estados autonómicos más regulados y mejorar la coordinación con el equipo tratante.
No elimina la dificultad inherente a la enfermedad, pero modifica de manera significativa el modo en que la persona se ubica frente a ella.
En la práctica, la posibilidad de hacerse cargo depende del paso previo de darse cuenta: primero distinguir qué está ocurriendo y qué está bajo influencia propia, y recién entonces desplegar acciones coherentes con esa observación.
Un paciente protagonista tiene un real y profundo impacto positivo a nivel clínico. Una persona que se da cuenta de lo que le pasa y puede hacerse cargo de lo que está bajo su influencia tiende a:
La palabra paciente seguirá siendo parte del lenguaje clínico. Lo que este enfoque propone es pasar de una posición centrada únicamente en recibir a una lógica de co-responsabilidad, donde la persona y el equipo de salud trabajan juntos.
En un próximo artículo vamos a profundizar en cómo se construye, desde el vínculo médico–paciente, el contexto que hace posible este rol protagonista.