Durante casi un siglo, la medicina ha sostenido que el cáncer es, ante todo, una enfermedad genética. La hipótesis dominante sostiene que mutaciones acumuladas en ciertos genes (oncogenes, supresores tumorales) provocan que una célula normal comience a dividirse descontroladamente, ignorando las señales de su entorno. Desde esta perspectiva, el tumor es el resultado de un “error interno” que debe ser eliminado, generalmente con cirugía, radioterapia o quimioterapia.
Pero este modelo, aunque útil en muchos casos, no explica todo. ¿Por qué algunas personas con mutaciones oncológicas no desarrollan cáncer? ¿Por qué hay tumores que desaparecen espontáneamente? ¿Por qué ciertos tejidos se ven más afectados que otros? Estas preguntas han abierto paso a un paradigma complementario: el cáncer como una enfermedad metabólica.
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En 1924, el fisiólogo Otto Warburg descubrió un fenómeno sorprendente: las células cancerosas producen energía de forma diferente a las células sanas. Aun en presencia de oxígeno, recurren a un proceso primitivo llamado glucólisis anaeróbica, o fermentación de glucosa. Este comportamiento energético ineficiente, pero muy rápido, permite al tumor crecer aceleradamente. A este fenómeno se lo conoce como el efecto Warburg.
Desde entonces, diversos estudios han confirmado que la mayoría de los tumores presentan disfunción mitocondrial, lo que impide el uso eficiente de oxígeno y ácidos grasos como fuente de energía. Como consecuencia, las células cancerosas se vuelven dependientes de la glucosa, consumiéndola en grandes cantidades para sostener su crecimiento.
Este hecho —más allá de lo genético— convierte al cáncer en una enfermedad metabólica: una alteración profunda en la forma en que las células producen energía.
Una de las pruebas más contundentes de que el cáncer es una enfermedad metabólica es la tomografía por emisión de positrones (PET). Esta técnica de diagnóstico se basa en la avidez de los tejidos tumorales por la glucosa: se utiliza una molécula de glucosa modificada (18-FDG) marcada con un isótopo radiactivo. Los tumores absorben esta sustancia de forma desproporcionada, lo que permite visualizar su ubicación y actividad.
Cuanto mayor es la captación de glucosa (SUV), mayor suele ser la agresividad y malignidad del tejido.
Esto demuestra que en el corazón mismo del fenómeno tumoral hay un hipermetabolismo glucolítico, un rasgo fenotípico común a casi todas las neoplasias. La PET, por tanto, no solo detecta tumores: confirma su metabolismo alterado, ofreciendo así una validación clínica del enfoque metabólico del cáncer
Una visión aún más integradora considera que el cáncer imita biológicamente a una herida en reparación. Esta hipótesis propone que los tumores podrían ser procesos de regeneración crónica desconectados de su objetivo original, que es sanar un daño tisular.
Durante la cicatrización de una herida, el cuerpo activa genes de crecimiento, inhibe la apoptosis (muerte celular programada), estimula la angiogénesis y recluta células madre. Todo esto es temporal y funcional. Pero si la lesión persiste —por inflamación, irritación crónica, infecciones, carencias nutricionales o daño físico constante— ese proceso reparador puede quedar patológicamente activado.
El cáncer no es una masa inerte de células mutantes, sino un intento fallido del cuerpo de sanar una herida que nunca termina de resolverse.
Las células tumorales comparten numerosos rasgos con las células reparadoras de heridas:
Este modelo se alinea con observaciones clínicas: los cánceres suelen aparecer en zonas con daño crónico (esófago por comida caliente, pulmón por fumar, hígado inflamado, colon ulcerado, piel con quemaduras solares frecuentes). En muchos casos, el tumor aparece donde hubo una falla sostenida en los procesos de reparación natural.
No se trata de reemplazar un paradigma con otro, sino de ampliar la mirada. Las mutaciones genéticas existen, pero muchas veces son consecuencias del entorno metabólico alterado. La hiperglucemia crónica, la inflamación, el estrés oxidativo y la disfunción mitocondrial generan un microambiente celular que favorece la mutación y el crecimiento desordenado.
Desde esta perspectiva, el cáncer es una enfermedad sistémica, donde el entorno celular y la capacidad del cuerpo de autorregularse son tan importantes como los genes individuales.
Esto también explica por qué hay personas que conviven con microtumores toda su vida sin desarrollar cáncer clínico. En autopsias, es común encontrar neoplasias subclínicas que nunca dieron síntomas ni pusieron en riesgo la vida. ¿Por qué? Porque el entorno metabólico no permitió que progresaran.
Si el cáncer es una enfermedad metabólica y de reparación fallida, el abordaje terapéutico debe ir más allá de destruir células. Requiere recuperar el equilibrio biológico del paciente, reparando el terreno que dio origen al tumor. Esto implica:
Por eso, en programas como el de Regemet, se utilizan estrategias complementarias como: ✔️ Dieta cetogénica terapéutica (para inducir cetosis y debilitar el metabolismo tumoral) ✔️ Ayuno intermitente o prolongado ✔️ Megadosis de vitamina C endovenosa (análogos estructurales de glucosa) ✔️ Actividad física terapéutica ✔️ Apoyo psicológico y técnicas de autorregulación del estrés
Estas terapias no reemplazan los tratamientos convencionales, pero los potencian y hacen más selectivos. Porque un cuerpo que puede regenerarse adecuadamente, también puede —muchas veces— contener, revertir o detener el crecimiento tumoral.